l martes 3 de diciembre de 1872 José María Gutiérrez de Alba partió de Bogotá para iniciar la que llamó “Expedición al Sur”, la más difícil y prolongada de cuantas realizara en Colombia. En la primera parte de este viaje se dirigió a los confines del Estado del Tolima para cumplir con un propósito que dejó consignado en el tomo VIII de su manuscrito de “Impresiones de un viaje a América”:
“Desde que en la Geografía de Colombia leí las noticias referentes a unas estatuas particulares, encontradas en el valle de San Agustín, que ocupa la extremidad Sur del Estado del Tolima, me propuse hacer, tan pronto como pudiera, una visita a aquellos singulares monumentos, por si al inspeccionarlos podía encontrar alguna luz que indicase su procedencia, oculta hasta hoy entre las nebulosidades de meras hipótesis más o menos probables”.
Las noticias a las cuales se refiere Gutiérrez son las que se encuentran en el informe “Antigüedades indígenas. Ruinas de San Agustín, descritas y explicadas por A. Codazzi”, publicado en 1863 como apéndice a la Geografía Física y Política del Estado del Tolima y que constituye el primer estudio sistemático de la estatuaria de esta área arqueológica de Colombia. Codazzi había visitado la zona en abril de 1857 en la octava expedición de la Comisión Corográfica y su informe está acompañado de las ilustraciones de 37 esculturas y un “adoratorio” pintadas originalmente a la acuarela por Manuel María Paz, pintor de la Comisión, además del primer plano topográfico levantado del lugar, en el cual se especifica la localización de las estatuas.
Gutiérrez llegó al pueblo de San Agustín en la tarde del 7 de enero de 1873 y al día siguiente estuvo en pie muy de mañana y de inmediato comenzó a dibujar las estatuas que se encontraban en la plaza del pueblo. Acompañado de varios jóvenes del lugar se dirigió “al misterioso bosque que oculta los admirables restos de una civilización desconocida”, situado al suroeste de la población en el sitio que hoy se conoce como Parque Arqueológico de San Agustín. Así lo describe el español:
“No bien hubimos penetrado en los primeros grupos de árboles, ofreciéronse a nuestras miradas atónitas, entre excavaciones más o menos recientes, numerosos grupos de estatuas, casi todas de tamaño colosal, medio enterradas las unas, caídas las otras sobre las enormes piedras que acaso les sirvieron de pedestales; envueltas las más entre las raíces y hojarasca del bosque, más o menos próximas al hoyo de que fueron desenterradas, y todas cubiertas por una densa capa de musgo, que fue preciso separar para conocer algunos detalles de sus atributos o adornos… Al lado de estas excavaciones veíanse asomar por donde quiera nuevos grupos de figuras, que hasta ahora nadie se ha tomado el trabajo de descubrir; socavones hechos por los buscadores de guacas o tesoros, muchos de los cuales se comunican con huecos subterráneos, formados naturalmente, al caer una sobre otras aquellas enormes masas en el más completo desorden.”
Durante cinco días y sorteando copiosas lluvias, Gutiérrez concentró sus investigaciones en la zona de las “mesitas”, dedicando el último día a una excursión al cerro de La Pelota antes de emprender el regreso a Timaná y Santa Librada. En su diario dejó consignadas sus reflexiones sobre las estatuas y los grupos humanos que las produjeron, analizando y contradiciendo en algunos aspectos el informe de Codazzi, que copia casi en su totalidad y agrega como apéndice al tomo VIII de su manuscrito, ilustrándolo con la totalidad de las láminas de Manuel María Paz.
En ningún momento presume Gutiérrez de haber hecho alguna contribución a los estudios sobre San Agustín, iniciados por Codazzi. Por el contrario, hizo un llamamiento al gobierno de Colombia para que destinara anualmente una suma “para poner de manifiesto una parte siquiera de los grandes tesoros artísticos que allí se hallan sepultados”, con lo cual se formaría en poco tiempo “un gran museo de antigüedades, donde los arqueólogos de todas las naciones, podrían hacer estudios importantísimos para las ciencias”.
Sin embargo, aportó mucho más de lo que jamás habría imaginado, no solo por sus observaciones de extranjero curioso, que permiten formarse una idea de algunos aspectos de la zona de San Agustín en un momento en que aún solo había sido escasamente intervenida, sino por el valor que tienen algunas de sus láminas, incluso las más modestas, para intentar desentrañar ciertos aspectos iconográficos importantes de la estatuaria. Además, el relato de su viaje al Caquetá, realizado inmediatamente después de su salida de San Agustín, contiene claves importantes para fortalecer algunas hipótesis sobre el origen y las creencias de las sociedades que esculpieron las estatuas.
Una estatua de la que hoy solo poseemos su imagen en acuarela representada por Gutiérrez y un pequeño grabado que forma parte de las ilustraciones de Manuel María Paz para el informe de Codazzi, fue hallada por éste al pie del cerro de La Pelota y representa, según su Gutierrez:
“un adolescente con rostro natural y no deforme, cubierta la cabeza con un solideo y el cuerpo al parecer envuelto en un sayo angosto ceñido a la cintura con una faja. Del borde inferior de ésta, y en lugar propio, se levanta la imagen de lo que los antiguos griegos adoraban con el nombre de phallum, y entre las manos de la estatua se ve algo que probablemente representaba el órgano correlativo, el creis de los griegos”.
Gutiérrez observó que la estatua se hallaba “en mejor estado que las demás, aunque habían trabajado en su mutilación personas llevadas sin duda de un pudor mal entendido”, y conjeturó que “representaba quizás a Himeneo, o era un símbolo de la generación humana, por tener los órganos pertenecientes a ambos sexos en una disposición capaz de ofender las miradas pudorosas de quien no considere aquella piedra con ojos de artista o de arqueólogo”.
Sobre la ilustración puso en su diario un trozo de papel con una advertencia a las curiosas que se atrevieran a levantarlo, medida mucho más ingenua y menos perjudicial que la adoptada por “un curo fanático”, quien según se le informó a Gutiérrez después “la mandó destruir como ofensiva a la moral”.
Esta estatua es sin duda la representación más gráfica de una característica constante en la escultura de San Agustín en cuanto a la representación de los principios masculino y femenino. Si bien muchas estatuas pueden identificarse como evidentemente masculinas por el falo, y algunas pocas como femeninas por la representación de la vagina, la diferenciación sexual no parece ser un criterio importante en la estatuaria, pues aunque casi todos sus elementos ornamentales o figurativos tienen connotaciones sexuales, debido al culto a la fertilidad dominante en la estatuaria, esta no se representa en términos de distinción o discriminación entre lo femenino y lo masculino, sino más bien como integración de los dos elementos.
Una de las estatuas más grandes y, sin duda, la más incomprendida es la que hoy se halla en el Montículo Noroeste de la Mesita B del Parque Arqueológico de San Agustín. Desde tiempos inmemoriales se conoce como “El Obispo” y representa en su cara frontal una figura doble, con un ser tallado en la parte superior y otro en la inferior en posición invertida. Gutiérrez la representó tal como se hallaba en 1873 y tuvo el providencial cuidado de mostrar sus dos caras. Con estas acuarelas es posible darle una nueva lectura y descubrir que se trata de una de las representaciones más extraordinarias, sutiles y llenas de significado de toda la estatuaria.
Gutiérrez de Aba fue uno de los primeros en concebir una visión que podríamos llamar “moderna” del área arqueológica de San Agustín, al describir el lugar no solo como un “adoratorio” sino como un lugar complejo y extenso en el que en tiempos antiguos, muy anteriores a los de la “nación andaquí”, coexistieron las habitaciones de los pobladores con las tumbas y los monumentos. A esto se refiere, por ejemplo, un pasaje de su diario:
“Terminada nuestra excursión, a la caída de la tarde regresamos al pueblo, por el mismo camino, y tuvimos ocasión de observar dos cosas notables: la primera, que en todas las colinas de que el valle se encuentra rodeado, quedan aún señales visibles de haber estado en época no muy remota dividido el terreno en porciones regulares y simétricas, cuyos linderos no se han borrado del todo, a pesar del tiempo transcurrido; y la segunda, que se hallan todavía en ciertos parajes fragmentos de loza o barro cocido, en tan gran abundancia, que forman montecillos de centenares de metros de extensión, en que las capas son de una densidad muy considerable; prueba del larguísimo período en que los trabajos de alfarería existieron allí en muy grande escala”.
Con buen sentido prospectivo, Gutiérrez incluye también en su diario lo que podría ser el primer mandato legal sobre protección del patrimonio arqueológico de la zona, un acuerdo de la Junta Administrativa de la aldea de San Agustín, expedido el 15 de junio de 1872, declarando bienes municipales “las estatuas de piedra y demás monumentos religiosos e históricos de la antigüedad, que se encuentran diseminados en el territorio de la aldea”, prohibiendo “la destrucción o mutilamiento de los expresados bienes” e imponiendo una multa de 25 pesos a los contraventores.
El viaje mismo de Gutiérrez al territorio del Caquetá y lo que refiere en su manuscrito llaman a la reflexión sobre el contacto entre San Agustín y las selvas orientales de Colombia. Existe la hipótesis del origen amazónico de la cultura de San Agustín, y esta hipótesis parece encontrar un principio de comprobación en la facilidad y rapidez de la comunicación entre San Agustín y la selva. Después de salir de San Agustín, Gutiérrez se dirigió a Tamaná y Suaza y después de una corta jornada llegó “a los últimos ranchos que en aquella dirección sirven de límite al mundo civilizado”. Dos días más tarde había llegado a la selva.
No sorprende que exista influencia amazónica en la cultura de San Agustín, si se tiene en cuenta la cercanía de los dos territorios. Lo notable es la extraordinaria magnitud de esta influencia, visible en la estatuaria. Como observó Gerardo Reichel-Dolmatoff, “muchos de los animales que se representan en las tallas de piedra, tales como jaguares, caimanes y serpientes grandes, pertenecen al ambiente de los grandes ríos tropicales y no a la zona templada de las cabeceras del río Magdalena”.
Las grandes serpientes constituyen un caso particularmente interesante. Después de los monos, son los animales más representados en la estatuaria, y su importancia simbólica en ella ha sido generalmente reconocida. Un hecho notable a este respecto es que ciertas imágenes relacionadas con serpientes se hallan en lugares tan distantes como el Vaupés y el río Orteguaza, en cercanías de San Agustín. Las anacondas se imaginan entre los Desana del Vaupés como monstruos que habitan profundos pozos en ciertos lugares de los ríos, caracterizados por tener siempre un remolino en su superficie. Por su parte, Gutiérrez de Alba recoge en su diario una leyenda sobre el Orteguaza:
“El curso de este río es bastante tortuoso; forma a veces recodos donde se estrecha considerablemente, y sus aguas pierden por un instante la mansedumbre normal que las caracteriza. Al salir de uno de estos recodos, distante como cinco kilómetros de la embocadura del Hacha, se entra en un remanso de notable extensión, y de una profundidad muy considerable, donde la corriente forma un gran remolino, que es necesario evitar, so pena de perder allí mucho tiempo. Denomínase este lugar el Charco de la sierpe; y la tradición indígena, llena de fantasmas, asegura que en remotos tiempos existía allí una serpiente colosal, que se tragaba no sólo a los indios que se atrevían a abordar el charco durante la noche, sino hasta las mismas canoas en que navegaban”.
Este pasaje ofrece sin duda una clave importante para reconocer aspectos simbólicos e iconográficos de la estatuaria que de otro modo resultan incomprensibles. En las imágenes de la estatuaria existen aspectos de la experiencia cotidiana y común de los artistas, pero también elementos de tierras extrañas y ardientes como la cuenca amazónica.
Texto de Efraín Sánchez