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La piedra pintada de Saboyá

Vestigios Arqueológicos 1871-12-29 Saboyá, Boyacá, Colombia Tomo VII
A las doce llegamos a un pueblecito llamado Saboyá, como a dos leguas de distancia de nuestro punto de partida, donde nos detuvimos a dar órdenes para que nos dispusiesen algo de almorzar, pasando luego a ver un monumento célebre, llamado la Piedra pintada, que se halla cerca de allí, a la izquierda del camino. Esta piedra, como otras muchas de mayor y menor tamaño, que cubren por aquella parte el terreno, es de arenisca bastante compacta, de color blanquecino que tira a ceniciento, y como aquellas, procede del fraccionamiento de los grandes estratos de la misma roca, que dominan aún en ciertos parajes las más elevadas cumbres de la cordillera.

Las dimensiones de este gran trozo no dejan de ser considerables; medido en la posición en que se halla colocado, tiene próximamente seis varas de altura, siete de ancho y cuatro de grueso su menor diámetro, que fue probablemente el espesor de la capa o estrato de que procede. Su forma angulosa e irregular, manifiesta a las claras lo violento de su segregación del todo a que pertenecía, pero conserva, sin embargo, en la forma de un plano casi perfecto, uno de sus frentes, que es el que mira a la parte oriental, por donde corre en profundo y pedregoso cauce el ya nombrado río de La Balsa. Desde aquel punto el río empieza ya a cambiar su nombre por el de Suárez, que, por un accidente, de poca importancia, que más adelante referiremos, se le dio en tiempos de la conquista, o el de Sarabita, como los indígenas le llamaban, y se le llama en la actualidad por los que desean devolver a ciertos lugares sus primitivos nombres.

Piedra pintada de Saboyá
Tomo VII
Piedra pintada de Saboyá
1871-12-29
Gutiérrez de Alba, José María
Acuarela sobre papel blanco
15,3 x 25 cm

El plano vertical de la piedra, donde se hallan los signos o jeroglíficos de que hablaremos después, está naturalmente pulimentado, hasta el punto de hacer creer a algunos viajeros que se han acercado a examinarla, entre ellos el Dr. Ancízar, que aquella tersura era producto del trabajo humano, sin considerar que todas las demás piedras que se hallan por allí diseminadas, tienen alguna de sus faces con igual pulimento, lo cual supondría una labor tan estéril como infructuosa, cuando se explica el hecho más fácilmente, considerando que esta superficie lisa y plana, observada en todos aquellos trozos de roca, debió ser la cara inferior de la capa estratiforme a que todas ellas pertenecían.

Los jeroglíficos, que el referido autor cree hechos a pincel, no se diferencian de los demás que hemos observado en otras varias piedras, ni en el paralelismo de muchas de sus figuras de tres líneas, trazadas evidentemente con los dedos centrales de la mano, ni en el color rojizo de que se valían ordinariamente, y que suele ser más intenso en la parte superior de las figuras trazadas, lo cual es otro indicio de no estar hechas a pincel, en cuyo caso la línea toda estaría igualmente cargada de tinta, sobre todo siendo muy prolongada, lo cual no puede suceder cuando se traza con los dedos, por la poca cantidad de pintura que éstos pueden contener en su superficie.
De las figuras que adornaban la piedra en un principio, son ya muy pocas las que se pueden apreciar en todos sus detalles; porque el mayor número de ellas ha desaparecido paulatinamente por la acción destructora del tiempo, las lluvias torrenciales y muy frecuentes de la zona ecuatorial, la ligera capa de musgo que por todas partes va cubriendo la piedra, y hasta por la bárbara codicia de algunos hombres, que, creyendo encontrar un tesoro oculto en las entrañas de aquella roca, han destruido inútilmente una gran parte de su extremidad superior, volando grandes trozos por medio del barreno y la pólvora.

De las figuras que adornaban la piedra en un principio, son ya muy pocas las que se pueden apreciar en todos sus detalles

Tomé un apunte de esta famosa piedra, en el estado en que la encontré, sin perjuicio de copiar detalladamente los jeroglíficos, tales como se encontraban hace treinta años y de los cuales se conserva una copia, que se dice bastante exacta, en la Biblioteca de Bogotá, cuyo director ha tenido la fineza de ofrecerme la lámina con dicho objeto.

Ya sean estos verdaderos jeroglíficos que encierren una parte de la historia del pueblo chibcha; ya sean sólo una conmemoración del importante acontecimiento de la rotura por aquella parte de la gran barrera que contuvo las aguas del lago de Fúquene, como lo hacen suponer varias de las figuras contenidas en cuantas piedras se hallan en situación análoga, como el renacuajo o rana con rabo, que se cree ser el símbolo de las grandes inundaciones, y que hemos hallado, no sólo en esta piedra, sino en otras próximas al Salto de Tequendama, al Puente de Pandi, en Yomasa, cerca del río Tunjuelo, en Suta-Tausa próxima a otra corriente, y en otros muchos parajes, donde las aguas contenidas en los lagos superandinos han logrado romper sus barreras; lo cierto es que hasta ahora no tienen explicación segura, porque los monumentos indígenas que pudieran servir de clave fueron casi en totalidad destruidos por la ignorancia de los conquistadores o por el fanatismo de los sacerdotes encargados en la conversión de los naturales, que formaban un gran empeño en aniquilar como cosas diabólicas y abominables cuantos objetos hubieran podido en épocas de mayor ilustración dar alguna luz sobre estas materias.
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