Nos habíamos internado apenas unos dos kilómetros en el bosque; los perros, poseídos de una especie de embriaguez, ocasionada por la anterior lucha, cazaban ya con verdadero entusiasmo, a pesar de nuestra presencia; una perra pequeñita, de ligerísimos pies y de mejor olfato, que iba delante de todos a larga distancia, lanzó un aullido particular, que al punto fue contestado por los otros perros. A este aullido siguióse un confuso rumor, semejante al que produce en las selvas un huracán lejano. ¡Son los frontinos! exclamaron varias voces a un tiempo. ¡á los troncos! ¡á los troncos! y esto diciendo, cada cual buscó el árbol más próximo y que más fácil ascenso le ofrecía, y al cabo de pocos minutos todos nos hallábamos a dos o tres metros del suelo.
A este aullido siguióse un confuso rumor, semejante al que produce en las selvas un huracán lejano. ¡Son los frontinos!
Los perros, que habían avanzado hacia el punto en que lanzó su compañera el primer aullido, volvieron en precipitada fuga hacia nosotros; los cerdos los seguían en número incalculable, produciendo con sus gruñidos y con el continuo chasqueteo de sus mandíbulas un ruido espantosamente diabólico. Al aproximarse, sentimos la atmósfera infestada de un olor nauseabundo. Delante de todos ellos iba uno más pequeño que los demás y con unos colmillos proporcionalmente descomunales, y al cual no se adelantaba ninguno de los otros: era sin duda el jefe de aquella manada estupenda. Los perros, lejos de detenerse al encontrarnos, seguían corriendo con la misma precipitación hacia la orilla del río; los cerdos pasaron también en pos de ellos sin detenerse. Durante su rápido paso disparé al montón, aunque con alguna dificultad, los dos tiros de mi escopeta; pero no quedó sino uno muerto, y no puedo asegurar si salió algún otro herido; porque el humo de la pólvora me envolvió como una nube. Nos habíamos colocado de tal modo, que sólo uno de los cazadores alcanzó a matar con su lanza una hembra, por ir algo separada del grupo principal, y que atravesó precisamente por debajo del árbol en que aquél se hallaba.